En el siglo XIX, George Bryan Brummel, semilla del dandismo, estableció las bases de lo que hoy día conocemos como el traje de chaqueta. La parquedad de sus colores y el minimalismo de su corte le han conferido una estética de apariencia sencilla y limpia que durante estos dos últimos siglos ha sido considerada el referente de la formalidad y elegancia del armario masculino. Esta sencillez resta cualquier libertad al hombre en la elección de su estilo, más allá de un atrevido estampado para su corbata o, quizá, de un color diferente que a pesar de ser apagado y serio, sería considerado atrevido por salirse de la norma del negro, azul o gris. Inevitablemente, todos los hombres vestirán similares, sino iguales, porque el traje de chaqueta es tan escaso en las opciones que ofrece que apenas puede diferenciarse de un uniforme.

Resulta curioso que la simplicidad de la vestimenta masculina se haya mostrado tan estática en dos siglos donde las mujeres han visto variar su silueta, aflojado sus corsés e incluso se han apropiado de prendas que siempre habían sido consideradas de hombres. Todo ello, aderezado con la flexibilidad que permite poder elegir telas, adornos y colores sin apenas límites. Hay quien justifica esta diferencia aludiendo a que la feminidad implica más adorno y esmero en la estética, mientras que la masculinidad implica sencillez en el vestir. Así pues, es muy simplista e injusto asumir que toda mujer es femenina por ser mujer y, desde luego, que todo hombre será masculino solo por ser hombre, como si el cuerpo en el que naces, y que no eliges, además, te condenase a elegir tu vestimenta bajo un estricto orden que no tiene justificación más allá de lo que siempre ha sido así.

Feminidad y masculinidad son términos que describen actitudes, pero yerran en vincular esas actitudes a un género. Siempre ha habido, hay y habrá, mujeres con ademanes masculinos y hombres que prefieran la feminidad. Si un sexo no define una actitud, una actitud no debería definir una sexualidad. 

Y en este juego de nuevas definiciones e intercambios de roles es donde entra “El Nuevo Elegante”: 14 vestidos icónicos de grandes diseñadores del siglo XX, desde Charles Frederick Worth hasta Alexander McQueen, pasando por otros como Chanel, Dior o Balenciaga, reconvertidos en trajes de hombre que no escatiman en colores, tejidos y formas para ampliar las opciones del vestuario del hombre hacia un horizonte más femenino. “El Nuevo Elegante” trata de demostrar que, si bien el cuerpo del hombre y de la mujer son distintos en sus formas y proporciones, no hay razón para que ambos puedan ser libres de elegir colores y siluetas que no se adapten tanto al cuerpo como a la actitud.


Imágenes cortesía de Alejandro Robledo

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